LEÓN VALENCIA: LA NOVELA DE UNA VIDA Y UNA VIDA DE NOVELA
- Federico Diaz Granados
- hace 2 días
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Por: Federico Diaz Granados

A los 70 años. León Valencia no solo celebra una vida llena de intensidades, entusiasmos y compromisos con la historia de Colombia, sino que nos entrega a los lectores la novela La vida infausta del negro Apolinar, un ajuste de cuentas con los sueños de una generación y un acto de lealtad con la memoria y la amistad. A través de ella se reconstruyen los hilos emocionales y políticos de una época marcada por ideales revolucionarios y musicales, exilios y grandes derrotas, porque precisamente, de las grandes derrotas también nacen las epopeyas y relatos de la naciones.
En esta conversación Valencia habla sin reservas sobre sus años de clandestinidad, el papel del tambor en su formación espiritual, el misterio del amor, la gratitud por los vínculos afectivos y el alma de un país narrada a través del cuerpo, la música y la memoria de Apolinar, un héroe que permite —como él mismo lo afirma— “decir lo indecible” desde la ficción. De igual forma nos revela cómo desde la herida se puede reescribir la ternura y la dignidad para entregarnos a través de trescientas páginas respuestas conmovedoras y profundamente humanas a aquellas preguntas que todavía palpitan.
Federico Díaz-Granados: La vida infausta del negro Apolinar es una historia entrañable, un homenaje a la amistad y a la lealtad, pero también una profunda reflexión sobre los asuntos estructurales de nuestra sociedad. ¿Cuándo sentiste que Apolinar era el héroe que necesitabas para contar esta historia?
León Valencia: Necesitaba un interlocutor que reflejara parte de nuestra profunda realidad cultural, y escogí un personaje negro. En él reuní a muchos de mis amigos negros, porque siempre esa raza, esa gente, me ha tocado muy hondo. Me conmueve su belleza, su tristeza enorme, pero también su alegría desbordante. Es un contraste poderoso: esa melancolía profunda conviviendo con una vitalidad inmensa. Pensé en ese interlocutor como un vehículo para contar la historia profunda de Colombia, sus angustias, sus heridas. Y ese camino me llevó también por lo que había leído —crónicas, memorias, testimonios— sobre la experiencia negra, tanto narrada por ellos mismos como por otros. Pero lo que escriben y cuentan los propios protagonistas tiene otro sabor, otro ritmo, otra verdad. Autores como Manuel Zapata Olivella, Candelario Obeso o Jorge Artel transmiten una mirada distinta. Jorge Artel, además, fue alguien a quien conocí. Igual que Juan Guillermo Rúa, un teatrero impresionante de Medellín, con quien compartí en mi juventud, en esa época luminosa de los años 70 y 80. Todos ellos me marcaron profundamente, y de ese afecto, de esas lecturas y memorias, nació la necesidad de escribir este libro.
FDG: A veces da la sensación de que Apolinar es un alter ego tuyo. ¿Sentiste que al escribirlo también te estabas escribiendo a ti mismo?
LV: Sí, de ahí el epígrafe de Orhan Pamuk. Él dice: “La ficción se trata de escribir sobre uno, la historia de uno, como si fuera la de los otros, y la historia de los otros como si fuera la de uno”. Esa reflexión me impresionó profundamente. Pamuk la hace en el contexto de un libro que escribe sobre su padre y unas valijas escondidas que pertenecieron a él. Eso me tocó, porque, de alguna manera, la tragedia de Apolinar es también mi propia tragedia: una vida marcada más por las derrotas que por los triunfos. Esa es, en el fondo, la vida que muchos hemos vivido. Y contar las derrotas tiene un extraño encanto, sobre todo en un tiempo en que la mayoría narra memorias heroicas. Esta no es una memoria: es una novela. Y eso ofrece una libertad inmensa para hablar de las propias caídas, ya sea encarnadas en otros o en la propia piel. Contar esas derrotas tal como sucedieron, pero a través de la ficción, es más llevadero. La ficción vuelve más habitables las derrotas. Nos permite decirlas con cierta distancia, con un velo poético o narrativo, y así se hacen más soportables.
FDG: En ese sentido, siento que esta novela es también un ajuste de cuentas con tu generación: la del entusiasmo, la utopía, el desencanto y las grandes frustraciones. ¿Lo viviste así?
LV: Así es. Tuvimos sueños enormes, y las frustraciones fueron del mismo tamaño. Es natural. Las grandes ilusiones siempre traen grandes desilusiones. La gente que no sueña mucho tal vez sufre menos, pero también vive menos intensamente. Nosotros apostamos por la revolución, por el cambio social, por la justicia. Creímos en el socialismo, en la transformación del mundo, y nos estrellamos muchas veces. Y cuando uno llega al poder —o cuando lo ve cerca— descubre que el poder también puede ser banal, frustrante, precario. El poder es de una relatividad, de una precariedad, de una total fragilidad, que no significa mucho Uno oye a Petro, que es el que más lejos ha llegado, decir que el Palacio de Nariño le parece muy aburrido. Eso dice mucho. Al final, lo que queda es esa sensación de haber dado una pelea, con muchas más derrotas que triunfos, pero con dignidad.
FDG: A través del cuerpo, la memoria y la imaginación de un hombre negro, cuentas también una historia de la izquierda en Colombia. ¿Fue esa tu intención?
LV: Esta historia tiene una temporalidad que va de 1944 a 2022 — cuando termina la pandemia—. Abarca desde el nacimiento de Apolinar hasta su muerte, y comprende un amplio tramo de la historia colombiana, precisamente aquel sobre el cual estamos construyendo nuestra transición actual. Es el tiempo que aún habitamos. Siempre he pensado que Cien años de soledad narra la historia desde finales del siglo XIX hasta los años treinta. El acontecimiento más impactante de esa novela es la Masacre de las Bananeras. Esa temporalidad es reveladora, porque muestra la derrota de los liberales, la suya propia, y el dominio de la Hegemonía Conservadora. Comprender la temporalidad de una historia es esencial. La mía comienza con La Violencia, la liberal-conservadora, cuyos ecos se escuchan en varios pasajes. Luego atraviesa el pacto del Frente Nacional, el nacimiento de las guerrillas y, especialmente, la década de los setenta: una época crucial marcada por el auge de las luchas sociales y sindicales. La novela se detiene en ese momento en que el sindicalismo se convierte en el centro de las transformaciones posibles y en la frustración del Paro Cívico Nacional de 1977. A partir de ahí, narra también el ascenso de las mafias y el endurecimiento del conflicto armado. Todo ese simbolismo histórico está presente. Muchos escritores suelen reservar este tipo de información, la consideran parte del secreto íntimo de una novela. Pero yo no tengo problema en decirlo: hay una estructura temporal clara. Sin embargo, lo más importante no es solo la cronología, sino lo que en ella cambia: el espíritu. Narrar los hechos externos —la política, los conflictos, las coyunturas— es más sencillo. Lo verdaderamente complejo es contar la transformación interior, el estado emocional y espiritual de quienes vivieron ese tiempo: los amores, la música, las pasiones, los dolores. Si logré transmitir algo de ese espíritu —y no lo sé, eso lo dirán los lectores—, ese es mi mayor triunfo. He escrito muchas veces sobre lo externo: análisis políticos, ensayos, crónicas. Pero esta vez quise contar otra cosa. Quise narrar el alma de un hombre negro, el alma de una comunidad, y también el espíritu de una generación que abrazó la revolución. Esa corriente interior que atraviesa la novela es, para mí, su verdadero tema. Si logré eso, entonces escribí una novela. Si no, solo escribí otro texto político —de los muchos que he hecho y que, en algunos casos, han tenido resonancia—, pero ese no era el propósito aquí. Lo que me propuse fue captar el espíritu que ha latido en la vida colombiana durante ese extenso y decisivo período. Pero yo quería contar la historia de un país a través del alma de un hombre.
FDG: Hablemos de la estructura. Optaste por una narrativa sin punto aparte, como un gran monólogo vertiginoso, casi oral, al estilo de El otoño del patriarca. ¿Qué buscabas con eso?
LV: Quise que fuera muy oral, muy rítmica, que tuviera una sonoridad negra. Que pudiera leerse en voz alta y que quienes la escucharan sintieran cierta musicalidad. Tú, que eres poeta, lo sabes mejor que yo: la rima y la musicalidad se inventaron para fijar las palabras en la memoria. La prosa escrita, en cambio, es más racional. Quería que este texto tuviera esa cadencia, que pudiera oírse, no solo leerse. Es un intento arriesgado, pero me propuse lograr esa musicalidad, recuperar algo de esa antigua costumbre de leer en voz alta, tan común en otros tiempos, cuando muy pocos sabían leer y la transmisión oral era fundamental. La memoria estaba hecha para lo oral. Un amigo me dijo con sinceridad: “eso no va a tener ninguna posibilidad, ¿quién va a leerse treinta páginas sin un punto aparte?”. Pero también encontré lectores que acogieron la propuesta. La editorial confió, y tres o cuatro lectores previos me animaron. Así que decidí apostarle a esa forma: escribir con comas, sin cortes, en doce capítulos. Yo noto que quienes tienen una sensibilidad más poética logran entrar con mayor facilidad en ese flujo narrativo.
FDG: También siento que esta novela es un homenaje a la amistad, los amores, las grandes lealtades. ¿Hay ahí una reivindicación personal?
LV: Claro. He vivido varios exilios, tres en total, por las circunstancias y el tipo de vida que he llevado. Y en el exterior, lo que más extrañaba era reunirme con mis amigos, compartir unos tragos —un whisky, un vino, un ron— y poder conversar, reír, estar juntos. Eso era lo que más me hacía falta. En la guerrilla también me pesaba mucho la ausencia de los amigos que había dejado en la ciudad, junto al amor por mis hijos, que es, por supuesto, una fuerza enorme, y al de mis parejas. Lo viví intensamente. Por eso, desde hace años, suelo organizar reuniones con amigos. Cada cierto tiempo, los busco. Los recorro por capas, como por generaciones, por momentos de la vida. Porque uno va acumulando amigos según las edades, las actividades, los lugares. Y tengo ese hábito de reencontrarlos. Muchas veces lo que más me impulsa es la necesidad de saldar cuentas: pedir perdón, reconciliarme con aquellos con quienes he tenido diferencias. En Colombia ocurre con frecuencia que las discrepancias políticas levantan muros entre las personas. Y yo siempre he querido derribar esos muros. Porque uno puede cambiar de ideas, pero no debería cambiar de amigos. O al menos no debería dejarlos atrás. Siento, como decía Borges, que los amigos no tiene que estar siempre presente, no hay que verlos todo el tiempo, pero sí hay que recordarlos. Y, cada tanto, volver a buscarlos. Esa es mi forma de entender la amistad.
FDG: Y el amor, ¿cómo lo has vivido?
LV: En cuanto al amor, tengo una postura muy clara, aunque a veces la discuto con amigos y amigas. Hay quienes viven sus desengaños amorosos con un dramatismo que los arrastra durante años. Yo, en cambio, tengo una gratitud inmensa por quien me ha amado, así haya sido solo una hora, dos horas, un año, medio año. Siempre conservo un recuerdo hermoso de esas personas. Tiendo a quedarme con lo bueno. Incluso en situaciones dolorosas —como cuando te traicionan, que es una de las cosas que más puede doler a un hombre—, no busco perdonar, sino entender por qué ocurrió. No prolongo el desengaño más allá de lo necesario. Siempre vuelvo a esos amores desde el agradecimiento. Porque que lo amen a uno es de las cosas más hermosas que pueden pasarle. Pero aún más grande es amar. Dar amor, ofrecerlo, sostenerlo. Amar a alguien y poder compartir ese amor es más poderoso que recibirlo. Siempre cito una frase de Marvel Moreno que me parece bellísima: “el amor es una amistad en llamas”. Cuando se unen esas dos cosas —la compañía, el entendimiento, la complicidad de la amistad con la pasión, el deseo, el erotismo— se da algo realmente maravilloso. Siento, sin embargo, que entiendo más la amistad que el amor. El amor, o más bien la pasión, tiene algo de misterio, de irracionalidad. La amistad, en cambio, me resulta más comprensible. Pienso, por ejemplo, en la novela El túnel, de Ernesto Sábato. Esa historia de amor oscuro entre María Iribarne y Juan Pablo Castel comienza con una mirada sobre un cuadro, una mujer absorta en el horizonte. Y de ahí nace una pasión extraña que termina en un crimen. La pasión es así: a veces incomprensible, desconcertante. Cuando uno logra combinar el entendimiento de la amistad con el misterio de la pasión, ocurre algo fabuloso.
FDG: En la novela también hay una banda sonora muy fuerte. Me conmovió lo que tu hija Catalina recuerda que durante tu época en la clandestinidad se comunicaban con casetes que incluían muchas canciones.
LV: La comunicación con mis hijos, con Cata y con su hermano Fercho, fue posible porque era nuestra única manera de mantener el vínculo. Yo estaba en el monte, muy lejos, y para entonces el ELN era una guerrilla poderosa, estable, con sólidas redes de comunicación con la ciudad, tanto humanas como técnicas: ya contábamos con importantes redes de radio. Utilizábamos, sobre todo, las redes humanas. En condiciones normales, nos comunicábamos semanalmente; cuando había tropiezos o enfrentamientos, lo hacíamos cada quince días. Yo enviaba un casete a la ciudad, lo que para mí era el gran regalo de la semana o de la quincena. Grababa mi voz hablando de lo que vivíamos —con ciertas limitaciones, claro— y les ponía la música que se escuchaba allá, las canciones que se cantaban e interpretaban en la guerrilla. Les pedía que hicieran lo mismo: que me enviaran sus historias, su música, su mundo. Grabábamos por ambos lados y así logramos mantener una comunicación constante que alivió mucho aquellos días duros. Para ellos esa rutina se volvió algo natural. Para mí era extraordinaria. Recuerdo una anécdota de Catalina, que tenía unos seis o siete años. En el colegio estaban pidiendo a los niños que contaran en qué trabajaban sus padres. Cuando le tocó el turno, levantó la mano y dijo: “Mi papá trabaja en el Ejército de Liberación Nacional, ELN”. Todos soltaron la carcajada, como si hubiera dicho algo disparatado. Pero ella lo dijo con total naturalidad. La profesora, preocupada, llamó a su mamá: “Oiga, mire lo que dice su hija”. No le creyeron, pero quedó la inquietud de que alguien empezara a indagar, lo cual era muy delicado. Esa mezcla de música y conversación nos unía a la distancia. Durante mi primer año en la guerrilla no pude verlos. Al cabo de un año salí por un permiso especial —tenía ese privilegio por ser parte del Comando Central—, y entonces pude visitarlos y luego regresar al monte. Creo que esa relación, el amor y el cariño familiar, fue lo que me sostuvo en los momentos más difíciles, más traumáticos, en los tiempos de derrota. Fue lo que me mantuvo en pie. Más adelante, en mi casa de campo, la música siguió ocupando un lugar central. Se cantaba y se tocaba en las noches, alrededor de una guitarra, y también en las tardes. Mi padre solía escuchar una emisora muy local de un pueblo pequeño, donde transmitían un programa llamado Tardecitas de Buenos Aires, dedicado al folclor argentino. Ahí oía tangos, milongas… Recuerdo especialmente a Los Chalchaleros. Esa fue de las primeras músicas que escuché en ese mundo campesino. Al comienzo fue la música paisa, muy de guitarras y tiples. Descubrí el tambor y la percusión ya siendo joven, y luego vinieron las guitarras y los bajos del rock, y más adelante las trompetas de la salsa. Fue como un crescendo musical en mi vida. Pero siendo antioqueño, lo que realmente produjo una conmoción profunda en mí fue la percusión. No entendía —y todavía me sigue fascinando— esa relación tan visceral entre las vibraciones del cuerpo humano y el tambor, esa forma tan misteriosa de comunicación que se establece. Ahora que he leído más sobre música, sobre todo de la tradición europea, me impresiona el contraste tan marcado entre esa tradición y las nuestras, entre el universo sonoro del tambor y la fuerza del ritmo, y lo que representan los grandes instrumentos melódicos, como el piano y otros aires clásicos. Son lenguajes distintos del alma, y yo me he sentido más cercano a la percusión, a ese latido primitivo que también es memoria y emoción. Desde mi infancia en una casa campesina donde se escuchaban tangos y milongas, hasta la adolescencia con guitarras, y luego la revelación de la percusión, del tambor, del ritmo negro. Eso me cambió. Me hizo vibrar de otro modo.
FDG: Y la banda sonora del libro, que uno va percibiendo como una evolución —en la salsa, el bolero, el boogaloo— funciona también como una cronología de la música y de su papel en el entusiasmo, las luchas, las utopías y los sueños revolucionarios de ese tiempo, ¿no?
LV: Claro. Nosotros somos profundamente musicales. Toda la música antillana —el boogaloo, el son, la guaracha— entró a Colombia, paradójicamente, por el Pacífico. Se asentó con fuerza en Cali, sobre todo. La guaracha y el boogaloo fueron antecedentes de la salsa en nuestro contexto. Siento que ese tipo de música llegó primero por allá, por el Valle, y luego se fue irradiando. Yo estaba en Antioquia, y allá, siendo joven, lo único que empecé a oír de esa música fue por una razón muy simple: en Medellín estaban Discos Fuentes y Discos Victoria. Es decir, aunque esa música no se escuchaba mucho en la ciudad, sí se grababa. Gracias a eso, algunos más curiosos empezamos a tener acceso a ella. Aun así, se veía con cierto desdén. Andrés Caicedo, por ejemplo, se burlaba bastante en sus escritos de lo que escuchábamos en Antioquia. Decía que era puro “chucu chucu”. Y tenía razón: era una música muy distinta. Pero quienes estábamos más atentos a lo que sonaba en los bajos fondos empezamos a descubrir otras cosas, a oír algo diferente. Luego viví un año en una zona cañera del Valle del Cauca, y allí escuché por primera vez guaracha, boogaloo y los primeros sonidos de la salsa. Me impactaron profundamente. A partir de ese presente musical ya siendo joven, empecé a comprender mejor también las músicas del pasado: los boleros, la música antillana antigua, todo ese universo sonoro que viene de Cuba y del Caribe. Ese fue mi punto de arranque. Siempre quise rendir un homenaje a esa música, sobre todo a su etapa inicial. Ya había hecho una novela antes, Con el pucho de la vida, ambientada íntegramente en un bar de salsa de Medellín —El Suave— durante el período más impresionante de la gran salsa: desde el concierto del Cheetah en Nueva York, en 1971, hasta finales de los setenta, cuando se da esa década fabulosa de la Sonora Ponceña, la Fania y toda la salsa neoyorquina que irradia América Latina. Pero la banda sonora de La vida infausta del Negro Apolinar va más atrás: a los orígenes de la salsa, a su entrada por el Pacífico colombiano. Y creo que es un momento oportuno para recordarlo. En los últimos años hemos visto un renacimiento de la música del Pacífico: nuevas propuestas, fusiones poderosas, trabajos sonoros impresionantes. Estoy convencido de que la salsa colombiana le debe muchísimo al Pacífico. Así como la salsa neoyorquina le debe al Caribe, la nuestra —y digo esto con toda humildad, aunque suene atrevido—, le debe profundamente a ese otro litoral. Nuestros grandes salseros —Grupo Niche, Guayacán, entre otros— han bebido de esa fuente, y lo han hecho con conciencia. Han incorporado los sonidos del Pacífico: sus instrumentos, sus texturas, su espiritualidad. Es algo distinto al origen cubano, aunque emparentado. Yo quise recoger eso en la novela. No con pretensión de hacer un tratado, ni mucho menos. Simplemente, empíricamente, desde la experiencia y la emoción, mostrarlo. Pongo, por ejemplo, a Niche a cantar en un matrimonio. Y eso tiene un valor simbólico y afectivo muy bonito. Porque esta gente —los músicos del Pacífico— ha logrado algo notable: hacer ese tránsito musical, desde sus tradiciones hasta la salsa, con una elaboración muy sofisticada. A veces incluso más elaborada que muchas de las músicas del Caribe. Y lo han hecho con una belleza y una contundencia que me parecen admirables.
FDG: Otra de las cosas que mencionas —lo antillano, lo cubano, que por supuesto está muy presente en la novela— es la cosmovisión del mundo afro: lo orisha, la santería... ¿Cómo fue para ti incorporar esa dimensión en la historia?
LV: En Colombia hay una profunda tradición orisha, una fuerte tradición santera que rara vez se menciona. A diferencia de otros lugares de América Latina, especialmente Cuba, o del mismo Brasil, e incluso de algunas zonas de Estados Unidos, donde la santería se exhibe, se reconoce socialmente y se legitima dentro de las dinámicas religiosas —aunque esté camuflada o fusionada con el catolicismo—, en Colombia ocurre lo contrario. Aquí, la palabra “santería” ha sido casi prohibida. Existen todos los rituales santeros, pero rara vez se los nombra como tales. Yo solía preguntar por eso. Una vez le pregunté a un hombre afro del Pacífico, y me dijo: “Es que nosotros, los santeros, nos comunicamos por señas”. Yo le respondí: “¿Cómo así, por señas?”. Y él insistía: “Sí, por señas”. Al principio me costaba creerlo. Pero me explicaba que para ellos los ríos hablan, los montes hablan, los espíritus se manifiestan en la naturaleza. “Es que se burlaban de nosotros”, me decía. O simplemente era un anatema decir que uno escuchaba al río, que sentía la muerte de alguien en el agua, o que acudía al monte a oír a los antepasados. Hablando con varios de ellos, solía preguntar: “¿Y por qué no lo dicen abiertamente?”. Y la respuesta era: “No es por falta de valentía. Es que no queremos diferenciarnos”. Aun así, reconocían figuras importantes. Mencionaban, por ejemplo, a un obispo en Buenaventura que les permitió expresar sus creencias dentro del mundo católico. Porque, en general, en Colombia este universo ha sido denostado, y muy poca gente con poder religioso se la ha jugado por ellos. Ese mundo que vi, ese universo espiritual, es muy fuerte. Está ligado a experiencias médicas, a la partería, a rituales de nacimiento y de muerte. Todo eso cumple un papel fundamental en la vida cotidiana. Y si bien hoy se empieza a vivir mejor, a expresarse con más libertad, durante mucho tiempo estuvo silenciado. En Colombia, por ejemplo, el término “costeño” ha estado reservado para quienes venimos del Caribe. Pero los del Pacífico no eran considerados “costeños”. No se los nombraba así. Eran los “otros”. Eso está empezando a cambiar. El Pacífico colombiano ha emergido como una fuerza cultural enorme. Y es muy curioso también cómo, históricamente, los negros llegaron por el Caribe —por Cartagena, principalmente—, pero luego se desplazaron por los ríos Atrato y San Juan y se asentaron en el Pacífico. Fue así como Cali terminó convertida en la gran capital negra del país. Más que Quibdó, que, si bien es una capital mayoritariamente afro, sigue siendo una ciudad menor. Cali, en cambio, es hoy ese epicentro. Y en ese contexto, las mujeres negras han jugado un papel muy importante. Muchas de ellas fueron nanas, institutrices. Cuidaron y educaron a los hijos de los grandes hacendados de la caña, de los dueños de las minas. Y a través de esa cercanía, fueron transmitiendo, de forma silenciosa, toda esa herencia espiritual y cultural. Yo quise reflejar todo eso en la novela. Y también quise mostrar ambas costas, el Caribe y el Pacífico, de una manera que las hermanara. Porque muchas veces están muy distantes, incluso enfrentadas. Y, perdóname que te lo diga así, pero a veces los afrocaribeños son más presuntuosos. Los negros del Caribe dicen: “Nosotros somos de mejor familia que esos negros del Pacífico”. Yo quise tender un puente. Hermanarlos. No sé si lo logré, ¡pero al menos lo intenté! (risas).
FDG: Los personajes femeninos construyen y ayudan a configurar la identidad y la memoria y también son clave en la transformación del propio Apolinar. ¿Cómo fuiste creando estos personajes y ese universo femenino?
LV: Yo creo que en el universo que se retrata en la novela, las mujeres negras tienen una fuerza enorme. Son quienes, en buena medida, dirigen el mundo que se describe. Y lo hacen, además, con una gran dignidad. En el amor, por ejemplo, son airosas, firmes, poderosas. Triunfan. Las derrotas amorosas, en cambio, recaen sobre los hombres. Pensemos en Sara. Ella es una mujer que camina por el mundo con decisión, conquista a Apolinar, pero no desde la pasividad o el deseo romántico tradicional, sino desde una voluntad activa. Es ella quien toma las decisiones: se le acerca, lo llama después del baile, lo invita al restaurante. Es también quien lidera las negociaciones de la huelga. Domina tanto el ámbito público como el privado. Apolinar termina profundamente influido por ella, y también el otro narrador, el interlocutor Valencia, queda bajo su ascendencia. Sara es una mujer que encarna el liderazgo natural, sin ostentación, desde la acción. Luego está Isabel, que es distinta pero no menos fuerte. No es una mujer que se desborde o se pierda emocionalmente. Es quien mantiene el equilibrio, quien lleva las riendas. Ella representa esa fuerza serena, contenida, pero firme. Los hombres, en contraste, aparecen más frágiles, más extraviados, incluso cuando intentan ejercer poder. Y hay un personaje que resume muchas de estas tensiones: Damiana. Ella es el punto de llegada, la nieta, y es quien encarna una síntesis racial y simbólica. En ella confluyen lo blanco y lo negro, la herencia instintiva y la formación académica. Es el resultado de todas esas mezclas de sangre, pensamiento y aspiraciones. Damiana no solo representa el cruce de razas, sino también el cruce de caminos, de posibilidades. Es el futuro. Las hermanas Rivera son otro ejemplo potente: ellas protagonizan la gran revolución musical de la región. Son quienes ofrecen el placer, el amor, el baile. Se presentan como dueñas del deseo, de la sensualidad, y también de la cultura. En su universo no hay figura paterna; ellas lo ocupan todo. En ese mundo, la autoridad, la fiesta y el poder de seducción tienen rostro de mujer. En cambio, los hombres en la novela —como el gerente del ingenio, por ejemplo— suelen encarnar la parte más oscura: el poder opresor, la violencia, la complejidad moral. Digamos que, en esta historia, la maldad tiene un rostro más masculino.
FDG: Uno de los grandes temas del libro es el del perdón. Ese perdón que Apolinar le pide a su hija Isabel, a su amigo Valencia, a sí mismo... Yo siento que hay allí una gran metáfora del perdón en Colombia. ¿Fue una decisión intencional o algo que surgió más bien de manera orgánica?
LV: Es que la literatura tiene ese otro rasgo tan especial. Cuando uno escribe ensayo o desarrolla tesis académicas, hay un plan, una interpretación, una estructura racional. En esos géneros, uno parte de la memoria racional y lanza sus ideas adornadas con metáforas o figuras, pero todo está pensado. En cambio, en la ficción lo que atrapa, lo que le roba a uno el corazón, es la posibilidad de entregarse. Uno empieza a escribir y son los personajes los que terminan guiándolo, sacando de uno cosas que ni siquiera sabía que tenía. Ese es el verdadero disfrute de la literatura: dejarse llevar, sorprenderse. Luego, cuando llegan los críticos con sus interpretaciones, uno a veces queda desconcertado. Me pasó con Con el pucho de la vida, por ejemplo. El lector externo de Alfaguara escribió que allí se cifraba la adolescencia de América Latina. ¡La adolescencia de América Latina! Nunca se me ocurrió semejante cosa. Y con esta nueva novela, otro lector dijo que es como la historia del sindicalismo colombiano. ¡Tampoco! Yo simplemente narré una huelga, en la que los personajes se jugaron la vida, en la que se transformaron. Pero no fue con la intención de escribir la historia sindical del país. A lo que voy es que uno se entrega a la trama, a los personajes, y ellos se imponen, se desarrollan y mutan. Milan Kundera decía que escribió una novela a partir de una imagen en una piscina. Me gusta creerle, porque muchas veces una novela nace de una mirada, una anécdota, algo muy pequeño. El problema es cuando uno, como yo, viene de un mundo tan contaminado por la investigación, por la academia. Ahí el esfuerzo es más grande: hay que pelear con la necesidad de control, de racionalidad, para entregarse a la intuición, a la memoria más emocional, a lo instintivo. Y creo que eso es lo más difícil. Cuando uno logra escribir una página desde ese lugar, desde el corazón, es una conquista. Me imagino que para un poeta eso debe ser aún más complejo: escapar del concepto, evadir la tesis, saltar por encima del dato, e ir directo a la emoción, a la sensibilidad. De eso se trata escribir literatura. Y ese es mi reto: dejar a un lado mi formación ensayística para lograr algo que conmueva desde lo más humano.
FDG: ¿Qué significa lo “infausto” del título? ¿Es una idea de destino trágico, una estructura de condena, o qué representa eso en la historia?
LV: Apolinar, como personaje, es profundamente vital. Tiene fuerza en el trabajo, en la música, en el amor, en el goce. Pero su tragedia es amorosa. En casi todo lo demás, él triunfa, pero en el amor tiene desengaños que lo marcan. Su primera novia le es arrebatada por la familia. Luego, el destino le quita a su segundo gran amor, Sara. Y con el tercero vive también un momento profundamente doloroso. Entonces, si hay algo infausto en su vida, son esas afrentas del amor. Ese fue el punto de partida del título: los golpes sentimentales, los desgarros afectivos. Pero claro, luego la novela se fue poblando de otras capas y tramas, y en muchas de ellas Apolinar sale adelante, se sobrepone, construye. Entonces, alguien podría leerla y preguntarse: “¿pero ¿cómo así que vida infausta, si este tipo más bien ha vivido con intensidad?”. Y tendría razón. Lo infausto está concentrado en lo amoroso, en ese destino afectivo tan quebrado, tan lleno de pérdidas. Por eso el título, aunque parezca desmentido por el resto, conserva su sentido profundo.
FDG: ¿Y qué crees que le dice Apolinar a la Colombia de hoy, a los lectores de este siglo XXI?
LV: Apolinar es, sobre todo, un canto al amor, a la amistad, a la dignidad. Un himno a la identidad negra y a la defensa de esa identidad. Hay un momento en la novela que para mí es clave: cuando le proponen un trasplante de corazón y él dice que no, que no acepta que le cambien su corazón negro. “¿Qué tal yo con un corazón de blanco?”, dice. “Eso no puede ser”. Es un pasaje muy escondido, pero profundamente simbólico. Después de publicada la novela, pensé que quizás ese momento debió estar más destacado. Pero bueno, así son las cosas de la escritura: algunas revelaciones se nos escapan, o llegan tarde.
FDG: ¿Qué significó para ti publicar esta novela al cumplir 70 años?
LV: Para mí fue una de las mayores alegrías de estos 70 años. Luché mucho para que el libro saliera justo ese día. La editorial no lo sabe, pero yo fui postergando entregas, ajustando fechas, empujando la publicación para que coincidiera con ese momento tan simbólico: mi cumpleaños número 70. Era importante para mí. Era como cerrar un ciclo y empezar otro. Es llegar a esa edad en la que te dicen “a su edad”, “ese señor ya está viejo”, y uno lo siente también en el cuerpo. Entonces pensé: voy a inaugurar la vejez con esta novela. Y claro, uno se pregunta: “¿será que en esta etapa llega también una madurez en la escritura?”. Si algún lector dijera que sí, que aquí hay una voz más asentada, una narrativa más madura, yo sentiría que he alcanzado algo muy valioso. Que no solo llegué a los 70, sino que llegué con una obra que dice algo, que representa algo, que habla con honestidad y belleza de una vida —de muchas vidas— que merecen ser contadas.
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