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Juan Roa Sierra, el pobre diablo que mató a Gaitán

  • Foto del escritor: Iván Gallo - Coordinador de Comunicaciones
    Iván Gallo - Coordinador de Comunicaciones
  • hace 3 días
  • 3 Min. de lectura

Por: Iván Gallo - Coordinador de Comunicaciones



Mientras todos se arrodillan ante Juan Gabriel Vásquez porque se sabe todas las calles de París —como quedó evidenciado en su última novela —, pocos conocen a Miguel Torres. Con una paciencia de hormiga, reconstruyó los últimos meses del hombre que supuestamente mató a Gaitán, en la novela más gloriosa que ha dado la literatura colombiana en los últimos 25 años: El crimen del siglo. Consumido en una depresión que rayaba en la locura, este albañil de 26 años en lo único que se parecía a Gaitán era en su memoria fotográfica. Vamos a usar el retrato de Torres para conocer la mente del supuesto asesino de Gaitán.


En su casa, en el barrio del Restrepo, se la pasaba encerrado, sudando fiebres y maquinando planes que jamás se realizarían. Tenía una esposa y una hija, por las que estaba lejos de poder responder económicamente. Su mamá, doña Encarnación, le pasaba lo necesario para sobrevivir. Tenía un anillo que lo convertía en uno de los miembros de la secta de los Rosacruces y usaba dos corbatas, ya que creía ser nada menos que la reencarnación de Francisco de Paula Santander. Cuando su esposa, María, le preguntaba qué tenía que hacer el alma del prócer de la independencia reencarnando en el cuerpo de alguien que ni siquiera tenía trabajo, Roa Sierra agachaba la cabeza, tomaba aire y reaccionaba con violencia. Nunca tomó trago, ni fue mujeriego. Le gustaba la música y lo único que tenía de valor era un equipo de sonido y los discos de tango que tanto le gustaban. Pero en sus últimos días ni siquiera se dio esas treguas.


Por consejo de un abogado de apellido Urrutia, Roa Sierra fue hasta la oficina de Gaitán a pedirle trabajo. A Gaitán no le gustó su tez de pergamino, su ropa descolorida y, sobre todo, el tono lastimero con el que le pedía un trabajo: “Mi doctor, sé hacer cualquier cosa, celaduría, choferear, mandadero, lo que usted me mande”. Gaitán lo miró de arriba abajo y le dio un consejo: que le redactara una carta al presidente de la república, doctor Mariano Ospina Pérez, y le pidiera trabajo. Desde entonces, Roa Sierra quedó resentido y como si fuera un personaje de Dostoyevski, rumió su asesinato desde el encierro de sus fiebres.


Lo empezó a seguir a diario. Lo esperaba en la salida de su oficina de abogado ubicada en el edificio Agustín Nieto, en plena carrera Séptima. Luego iba hasta su casa, en el barrio Santa Teresita, todos los días, sin importar el frío o lo cerradas que fueran las noches.


De pronto, podría dejar de ser un don nadie si mataba al hombre que estaba destinado a cambiar a todo un país. Roa estaba cansado de probar fortuna. Con sus amigos se aventuraba, por ejemplo, a buscar tesoros. Un día se llevaron huesos de muertos molidos para tentar al mohán en el bosque que circunda Monserrate. La idea era atrapar al monstruo y quitarle una suerte de tesoro que él siempre llevaba consigo. El mohán nunca apareció.


Lo que sí apareció en sus vigilias fueron unos hombres que lo abordaron, le dieron un maletín con una pistola y le encargaron la tarea de matar a Gaitán. Roa aceptó y ni siquiera pidió un adelanto de los 5.000 pesos que le ofrecieron para matar al político más importante del país. Era tan incapaz que perdió la pistola. Casi no ejecuta su plan porque no tenía plata para comprar una. El 8 de abril la consiguió.


Se puso un traje confeccionado a su medida. Esperó que fuera la hora de almuerzo y allí salió Gaitán, acompañado de varios amigos, entre ellos Plinio Mendoza; Roa, quien en el fondo no era capaz de matar a alguien, se iba a arrepentir cuando, cuenta Miguel Torres, alguien disparó contra el candidato. La gente que supuestamente iba a proteger a Roa lo señaló entre el tumulto: “Él es el asesino”, y la turba envalentonada, con ganas de cumplir lo que les encomendó el caudillo: “si me matan, vengadme”, lo fue a buscar al lugar donde se había escondido, la droguería Granada, lo sacó de allí y lo despedazó. También acabarían, de paso, con la ciudad.


A casi ocho décadas del Bogotazo siguen atentando contra las vidas de candidatos presidenciales. Algo en lo que se parecen los ataques es que, al parecer, no hay responsables. La impunidad es lo que impera.

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